
Estos días he estado un poco pendiente del caso de la mezquita de Lleida. Por un lado, están unos señores que cuadruplican la capacidad límite de un local donde se reúnen para rezar; por el otro, el alcalde de LLeida que les dice que se siente, pero que eso no puede ser. Por un lado, los señores aquellos que le dicen al alcalde que entonces les construya más mezquitas; por el otro, el alcalde de Lleida que les contesta que naranjas de la China. Que a orar en la intimidad que es lo que él hace.
Bueno, qué quieren que les diga, pienso que en este país, incluso en esa ciudad, se han hecho barbaridades más gordas que no construir unas mezquitas a un puñado de musulmanes. De hecho, pienso que el aeropuerto d’Alguaire era totalmente innecesario para una ciudad como Lleida, cuyo desarrollo no depende de ningún aeropuerto, pero vaya, bienvenido sea.
Podemos decirles que en este país los dogmas cristianos nos permiten llevar nuestra religiosidad en privado. Podemos añadir en voz más baja que también en lugares públicos, envueltos en tenebrosidad e imágenes dolientes, incluso que, como fruto del desarrollo histórico del cristianismo, que nos sobran lugares de culto como para dar y vender. Tal vez, si musulmanes no se horrorizan demasiado, podríamos compartir el uso de nuestros cristianos e infrautilizados lugares de culto. Pero esperar que los musulmanes se midan según nuestros patrones culturales, es una barbaridad.
Que las comunidades de musulmanes en España son refractarias al cambio puede que sean una evidencia. Este hecho puede justificarse por la mera razón de que se sienten en esta sociedad de paso y no sienten la necesidad de hibridarse. Argüir que ellos están de paso y que nuestras administraciones no pueden invertir en unas infraestructuras que pueden quedar fácilmente en desuso, me parece mucho más inteligente.
Sin duda que al responder nosotros como lo ha hecho el alcalde de Lleida, además en tanto que sociedad de acogida que hemos reproducido la edad media a partir de ensañamiento laboral con estas comunidades, mantenemos análogos patrones refractarios. Y desde luego, abrimos la puerta del conflicto.
Otra cosa es que nos repatee el hígado esa refracción cultural. Todos hemos oído alguna vez que después nosotros vamos a Marruecos y tenemos que ponernos el burka. También olvidamos fácilmente que en muchos de nuestros renombrados templos tenemos que cubrirnos los hombros o las piernas o Dios nos lanzará un rayo fulminante, lo cual, desde el punto de vista estrictamente religioso me parece una tomadura de pelo. De hecho, recientemente he leído que una moza evangelista ha sido expulsada de Marruecos por proselitista y por suponer un peligro público. En esto no voy a ponerme de parte de nadie, porque de todos es bien sabida la pesadez de algunos devotos que van con la revistita en la mano atacando ancianitas. Así que pongo un poco en duda si la chica hacía proselitismo o no. En todo caso, eso pasa allí, no aquí, por lo que pienso que requiere planteamientos diferentes y la búsqueda de soluciones diferentes.
Si lo que nos molesta son sus patrones culturales tenemos dos opciones; o los echamos, o adoptamos actitudes pedagógicas que ayuden a estas comunidades a superar sus tabúes. Insistamos en que cubrir el rostro de sus mujeres es despreciar su dignidad. Exijamos a nuestras instituciones que informen hasta la nausea a los recién llegados que la opresión que ejercen sobre sus mujeres es indigna. No son bárbaros, son personas abducidas por tradiciones que ni siquiera saben que se pueden saltar sin que pase nada. ¡¡Cuantos siglos nos ha costado a nosotros pasarnos por el arco del triunfo los miles de tabúes que nos han inculcado en nombre de Dios, de la Santísima Trinidad, y de la Sagrada Familia!!
Tampoco les digamos que es porque a nosotros nos duelen los ojos al verlas cubiertas en su belleza, sino expliquémosles que es porque a ellos les denigra como seres humanos. No a través de leyes que prohíben, muy de moda en nuestra cínica sociedad, por cierto, sino a través de programas pedagógicos que faciliten la inserción de la mujer musulmana en la vida social del país de acogida. Pero el “rebote” que nos pilla a todos cuando vemos a una señora con burka, o a un señor que se lava los pies en una fuente pública, lugar que parece ser que tenemos que reservar para que beban agüita nuestros perritos, no tiene nada que ver con la forma en la que estas comunidades necesitan ejercer su religiosidad. Esto es mezclar las cosas e ir de boca al conflicto.
Si quieren mezquitas, que se les faciliten mezquitas. A la vez, exijámosles respuestas, conductas, hábitos… un ejercicio de cultura a caballo entre dos sociedades donde también nosotros tenemos que subirnos. No queramos ser muy estupendas y globalizadas para unas cosas, y olvidar que el mundo es de todos.
Algo se está haciendo en este sentido a través de los programas de acogida de la Generalitat de Catalunya, pero es poco. Probablemente porque no hay suficiente dinero. Para poner en marcha proyectos ambiciosos se necesita capital. ¡Qué se yo! ¿El equivalente a un trocito del aeropuerto de l’Alguaire?
Después, sólo después de que nosotros hayamos dado el do de pecho en esta sociedad en un mundo globalizado, podremos decidir qué más hacer. Ya veremos entonces si nos colgamos o no letreritos por todas partes, como hacen los australianos, donde se diga “Si no nos quieres, lárgate”. De eso ya tendremos tiempo.