viernes, 25 de diciembre de 2009

Navidad, dulce Navidad.




Querid@s, ha llegado la Navidad, y desde este blog os queremos desear todo tipo de buenaventuras y de bellos deseos.

Atrás quedó un año bien feo; para la economía, para los bancos, para sus directivos, para Berlusconi, para 3,5 millones de trabajadores, y para Britney Spears.
Un año caprichoso e impar, que como el anterior, por lo de caprichoso les digo, nos ha llevado de cabeza. Menos mal que el Barça nos ha llenado de hondas satisfacciones, que sino, no sé que hubiera sido de nosotr@s.

Y es que la vida es esto; una cucharadita de miel, y otras seis de aceite de ricino.

Este año incluso, he puesto el árbol de navidad. Hacía años que no lo ponía. Cuando mi hija era pequeña, como todos los entes cuando tenemos hijos pequeños, colgaba atuendos navideños hasta de mis orejas. No sé si para revivir mi infancia de mandarinas o para inculcar en ella los valores culturales que a mí me inculcaron, aun sin ser ni pizca de católico-practicante, o católico-ATS, como prefieran.

Mi hija ya es mayor, pero este año ha compartido conmigo este primer pack navideño. Habrá padres que entiendan que es esto del “pack” navideño, otros afortunados no tanto. Como les decía, contagiado creo que por su juventud, o quizá por su madurez infantil, aunque también inducido por ese horror de los padres a que nuestros hijos crezcan, que he desempolvado el árbol de Navidad, vistiéndolo de colores y luces.

Y lo cierto es que me gusta, me gusta ver el árbol de plástico, porque uno es folclórico pero ecologista, centelleando indiferente a mi algarabía. Me gusta aunque me traiga al pairo el trasfondo religioso que se trasluce en todo esto. Al fin y al cabo, si de evitar todo lo que tiene un trasfondo religioso se tratare, ni defecar uno en viernes santo podría. Me gusta porque revivo mi infancia de mandarinas y también la de mi hija. El gran éxito de mi vida. Mi fuente energética.

Es lícito que uno decida no ser padre/madre, qué duda cabe. Es licito y muy valiente, por cierto. Muy mucho, diría yo, si mi “alter ego” me permite poner dos adverbios juntos. Valiente por lo que se supone de trasgresor, el pasarse por el arco del triunfo uno de los valores biológicos y culturales más arraigados con los que uno crece.

Siempre, claro está, que esto no se haya decidido encodillado en moderneces estrafalarias. Porque si así fuera, mejor hacer una buena provisión de fondos, puesto que algún día llegará la factura. Conozco sobre ambos casos, y realmente me provocan muchísima indiferencia, lo cual, es ya en sí misma un signo de extremada tolerancia. Aun en ambos casos, también les digo que no saben lo que se pierden.

Aunque claro, también cabe pensar; que quizá sea yo quien no sabe donde se ha metido. Ahora que lo pienso, también es posible. La hija, la consuegra, los nietos, la abuela del marido que no aguanta esfínteres y que fuma en el WC mientras todos cantamos el “fum fum fum”, la otra que dice que tu cuñada me ha mirado con cara de “cómo queriendo decir que estas gorda como un hipopótamo”... En este caso, también mi paternidad se merecería un respeto, como cualquier otra persona que a ojos de un tercero, la caga.

Así que me llevo a una reflexión final; como en esta vida no hay situaciones ideales que valgan, mejor nos respetamos todos, y ninguno hagamos demasiada bandera de nuestras particularidades, porque lo que a unos les parece una heroicidad, a otros les provoca risa floja.

Tengo un amigo que es gay, y que está rotunda e inflexiblemente en contra de aquello del “orgullo gay”, de manifestaciones multitudinarias en carrozas de colores, y de otros “borisizaguirrismos”, como él los llama. Parece mentira ¿no?. Pues es porque para él, la reivindicación, el orgullo de ser gay o heterosexual, o monja de clausura, o butanero, consiste en llevar su cotidianidad con naturalidad y con dignidad. Que en el mundo hay muchos perjuicios en todas las direcciones, y que con estos se las ve uno día a día. Y lucha. Seas gay, cojo, manco, sordo, anciano, demasiado joven para que te escuchen, zurdo, hijo adoptivo, con un piercing en el escroto, emigrante, o mujer. Pero que esto de hacer de sus tendencias sexuales, hoy, una bandera... como que no le dice nada. Más bien incluso, le molesta.

Y es que, como las luces de mi árbol, sus atuendos y abalorios, para gustos se inventaron los colores.

lunes, 7 de diciembre de 2009

EL OLOR DE LA MANDARINA


¿A ustedes no les pasa que cuando van al cine y una enorme señora con bigote se sienta a su lado, macerada en un profundo perfume francés de esos que vienen en frascos de diseño y cuyo nombre es impronunciable, que acaban asociando el jumo en cuestión con la protagonista de la película? A veces no dejan de producirse situaciones absolutamente insólitas como pueda ser ver al ilustre Humphrey Bogart oliendo a “Le parfum de la femme libidineuse d'aujourd'hui”.

Sin embargo; de lo que quiero hablar es del olor a mandarina. De la bruma cítrica que se mantiene en el salón después de pelar una mandarina. De los dedos rezumando recuerdo durante largos momentos.

A mi el olor a mandarina me remite a escenas de la infancia. A mi familia, al invierno, al televisor que narra noticias mientras te preparabas para regresar a la escuela.
Mi madre era muy pulcra en ese sentido. Cada día, después de comer, nos sentaba a mi hermano y a mí en unas sillas frente a la puerta del lavabo, y nos repasaba los brazos, las rodillas, la boca y las manos. Pero a pesar de aquel ritual diario, el olor de la mandarina subsistía, y mientras la profesora dormía su siesta, uno se olía las manos abandonando ese mundo aburrido por el recuerdo de sus juguetes, del ruido de casa, de los vestidos de su madre, de los juegos con su hermano, y de la televisión que narraba noticias.

El olor de la mandarina me relaja. Creo que me relaja porque, al transportarme a esa infancia que les cuento, me hace sentir protegido. ¿Quién en su infancia no se sintió protegido? ¿Y quién en su adultez no se siente un poco con el culo al aire?

Pero más allá de filo-meditar, permítanme que rompa con este momento-clementina para que les comente algo que he leído esta mañana en un foro femenino. Una chica escribía amargamente que no sabía qué diantre podía hacer para eliminar el tufo a mandarina de sus dedos morcillones. Que ya lo había probado todo y que antes de proceder a mutilarse los dedos, esperaba del respetable un atisbo de solución.
Por supuesto que, al poco tiempo, la típica sabelotodo de siempre ha respondido a la pobre desesperada, ofreciéndole una solución definitiva.
No recuerdo exactamente que solución le ha aportado, la verdad, no sé si era enjugarse los dedos con ácido sulfúrico o rezar seis padrenuestros, no lo sé. Pero sí recuerdo, y les reproduzco, el ilustre momento rubia.

- Chica cómo te entiendo, porque yo trabajo en una clínica veterinaria y cuando hago necropsias, el jumeo me traspasa los guantes y todo…

Y es que la vida es así, lo que a uno le recuerda la dulzura de una infancia tranquila, a otros, les remite a un gato podrido.