Hace unos días estaba parado ante un semáforo en rojo cuando a mi izquierda oí como un grito diferente. Era como el sonido que emite un delfín, pero mucho más amplificado y largo; como un grito agudo que se sostiene y que no contiene vocales. Quedé un poco extrañado en tanto que el sonido me resultaba desconocido, pero una señora que ya había iniciado el cruce de la calle me ayudó a observar. Esta señora que también había oído lo mismo que yo, giró la cabeza hacia su izquierda, reconoció el foco de sonido, sonrió, y continuó caminando.
A mi izquierda, a no más de un metro, se había detenido un autobús azul y estaba desplegando una rampa hasta el nivel de la calle. Un hombre en el exterior del autobús, la rampa, y en el interior un chico sentado en una silla de ruedas. Este chico debía tener unos 25 años pero su cerebro no le dejaba bajar por su pie, tal vez tampoco le dejara hablar, y mantenía sus brazos y sus piernas agarrotados, a veces entrelazados. Lo que en nosotros es una mueca en él era su rostro. Y su rostro quizá no fuera del orden de nuestras formas de rostro, pero expresaba la máxima de las felicidades posibles en un ser humano. Tanta, que después que a la señora, a mí también me arrancó una sonrisa.
El grito de delfín había emergido de su garganta, y continuaba emergiendo con impaciencia mientras la rampa bajaba lentamente y al otro lado veía a quien debía de ser su padre. Eran las 6 de la tarde y quizá se hubieran visto por la mañana, pero la alegría de aquel chico de reencontrarse con su padre, no tenía límites.
Primero pensé “pobrecillo”, pero al segundo pensé... “o pobre de mi, que ya quisiera yo que alguien me recibiera de esta manera cada tarde”. Porque yo, que soy “normal” contengo mis emociones por un estúpido recato que me impide decirle a mi hija o a mi pareja, que son lo que más quiero en este mundo, a cada momento que lo siento, y con la misma intensidad con que lo siento. Y estoy seguro de que esto es así en todos los “normales”. Hemos hecho del autocontrol de las emociones caricaturas de nosotros mismos, y a ellos, a los que no están pendientes de quien les mira a su alrededor, les decimos “pobrecillos”.
Un día de estos me volveré a pasar por el mismo sitio a la misma hora. Quizá vea la misma escena y quizá, de nuevo, un grito de delfín me arranque una sonrisa.
A mi izquierda, a no más de un metro, se había detenido un autobús azul y estaba desplegando una rampa hasta el nivel de la calle. Un hombre en el exterior del autobús, la rampa, y en el interior un chico sentado en una silla de ruedas. Este chico debía tener unos 25 años pero su cerebro no le dejaba bajar por su pie, tal vez tampoco le dejara hablar, y mantenía sus brazos y sus piernas agarrotados, a veces entrelazados. Lo que en nosotros es una mueca en él era su rostro. Y su rostro quizá no fuera del orden de nuestras formas de rostro, pero expresaba la máxima de las felicidades posibles en un ser humano. Tanta, que después que a la señora, a mí también me arrancó una sonrisa.
El grito de delfín había emergido de su garganta, y continuaba emergiendo con impaciencia mientras la rampa bajaba lentamente y al otro lado veía a quien debía de ser su padre. Eran las 6 de la tarde y quizá se hubieran visto por la mañana, pero la alegría de aquel chico de reencontrarse con su padre, no tenía límites.
Primero pensé “pobrecillo”, pero al segundo pensé... “o pobre de mi, que ya quisiera yo que alguien me recibiera de esta manera cada tarde”. Porque yo, que soy “normal” contengo mis emociones por un estúpido recato que me impide decirle a mi hija o a mi pareja, que son lo que más quiero en este mundo, a cada momento que lo siento, y con la misma intensidad con que lo siento. Y estoy seguro de que esto es así en todos los “normales”. Hemos hecho del autocontrol de las emociones caricaturas de nosotros mismos, y a ellos, a los que no están pendientes de quien les mira a su alrededor, les decimos “pobrecillos”.
Un día de estos me volveré a pasar por el mismo sitio a la misma hora. Quizá vea la misma escena y quizá, de nuevo, un grito de delfín me arranque una sonrisa.
Una manera completamente diferente de ver la discapacidad o cualquier otra palabra que quieras usar para describir y etiquetar a las personas que son "diferentes". Me ha gustado muchísimo
ResponderEliminarQue casualidad, el sábado vi la película "El curioso caso de Benjamin Button". Es otra particular manera de ver a las personas "diferentes", y el protagonista es realmente feliz. Os recomiendo su visión, preferiblemente en v.o., sin dudarlo.
ResponderEliminarFabuloso texto! Te hace sentir una envidia sana por todo aquello que etiquetamos "anormal",sin darnos cuenta que la unica disfunción es la nuestra.
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