viernes, 3 de julio de 2009

Una historia contada por dos.



Siempre hay diversas maneras de contar una historia. Permítanme que les cuente una historia que sucede en cinco minutos pero vista desde dos autores diferentes. No les digo más.

Solo fueron cinco minutos. (CARA A)
Él, vagaba por la ciudad que se desperezaba tras una noche más. Mirando escaparates de tiendas aun cerradas en las que no tenia ninguna intención de comprar. Haciendo tiempo a que terminasen de repararle el coche.
Ella, ponía panes, bollos y otras pastas en las estanterías y mostradores, preparando la tienda para un nuevo día de trabajo. Un día más de tantos.
Él, pasaba por una calle estrecha, de esas de las que de haber un olor enseguida se extiende inundándola y haciendo identificable su punto de partida y así fue. El olor del pan y las pastas recién hechas hicieron que dejase de andar como si tuviese un piloto automático puesto, y le llevo hasta una panadería que acababa de abrir sus puerta. Por un segundo, su nariz se llenó del aroma a cruasanes, y viejos y no tan viejos recuerdos despertaron en su mente. De pronto, le apetecía comer uno, o por lo menos de comprarlo para otro momento. Entró en aquella pequeña panadería que parecía estar vacía, pero por el leve movimiento de la cabeza de una mujer que asomaba por encima del mostrador vio que no lo estaba.
Ella, giró la cabeza para mirar al primero de una larga lista de clientes, todos ellos conocidos a excepción de este. Se levantó de su taburete en el que había estado leyendo uno de los periódicos gratuitos que cada mañana recolectaba en su camino de casa al trabajo. En un primer momento aquel hombre era uno de tantos.
-Hola, buenos días. ¿Tiene cruasanes? -preguntó él.
-Sí, aquí delante los tiene ¿Cuantos quiere?
Él miró los cruasán y luego a ella. Ella le miraba a los ojos con una amable y apenas dibujada sonrisa. Sus miradas se habían cruzados y él advirtió que su amabilidad era sincera.
-Dos, por favor.
-¿Alguno en especial?
-Si aquellos dos con los cuernecillos torraditos de la derecha.
Ella, diligentemente cogió las pinzas, con movimientos fluidos y delicados los cogió, y los puso sobre un papel en el mármol del mostrador. A él le gusto la manera en que ella cogía los cruasanes, con la delicadeza que los colocó y el esmero con el que puso uno sobre otro, separados por un trocito de papel encerado.
Sus miradas se volvieron a cruzar, los dos esbozaron unas sonrisas corteses y ella sin saber porque le pareció aquel hombre diferente. No había nada que lo exceptuase de los demás. ¿Su voz? ¿Su mirada?¿Su sonrisa? No lo sabía pero a ella le pareció diferente. Miró sus manos, no había anillo alguno.
-¿Cuanto le debo? -le preguntó cuando ella terminó de envolver los cruasanes. Ya tenía la cartera en la mano y ella ni siquiera se apercibió de ese movimiento.
-Uno setenta.
Sacó una moneda de dos euros y la mantuvo en el aire a la espera a que ella la recogiese.
A ella, eso le gustó, no era como el resto de clientes que ponían las monedas sobre el mármol y se las acercaban con un empujoncito. Puso su mano bajo la de él, y él deposito suavemente la moneada.
Se volvieron a cruzar las miradas, se volvieron a esbozar las sonrisas. Y sin saber aun porque, a ella le pareció diferente aquel hombre, especial. Como un fogonazo se cruzo por su pensamiento la idea de si él no podría ser la vencida, de tantas otras fallidas. De si de haberse cruzado en una situación más propicia no habría sido el deseo tantas veces anhelado. Cogió una moneda de diez céntimos y otra de veinte y se las entregó tal y como él le había entregado la suya. Por un momento deseó sentir el tacto de su piel y mientras depositaba las monedas sobre la palma de la mano, sus dedos lo rozaron fugazmente, tan fugaz, que él difícilmente podría asegurar si el contacto había llegado a existir realmente. En cambio, para ella fue unas décimas de segundo de sentir la calidez de su mano.
Sus miradas se volvieron a cruzar, las sonrisas a esbozar. A ella le pareció advertir una pregunta, una duda en sus ojos, en su mirada amable; y se preguntó si por la cabeza de él habrían cruzado los mismos pensamientos que por la de ella.
-Gracias -dijo él.
-A usted -le respondió.
-Que tenga un buen día.
-Y usted también.
Él recogió los cruasanes al tiempo que ella empezaba a elevarlos para hacerlos llegar a sus manos. Se giró en dirección a la puerta y cuando estaba a punto de abrirla, escuchó.
-¿Es usted de aquí? -dijo ella en un ultimo intento de averiguar si volvería a verlo.
Él giró la cabeza y la parte superior del cuerpo. La vio allí, detrás del mostrador, con las manos sobre el mármol.
-No, solo estoy de paso.
-No. Es que me parecía haberlo visto en alguna otra ocasión -contesto para disculpar su primera pregunta. Al tiempo que una ligera punzada de decepción se le clavó.
-Solo de paso. Que tenga un buen día -repitió con semblante amable.
-Igualmente.
Él salió de la panadería. El sonido de la llegada de un sms salió de su móvil, lo miró y vio que su coche ya estaba reparado. Fue calle abajo, y durante unos minutos pensó en la mujer con la que había hablado, en su semblante amable, su dulce mirada, y sin saber porque siguió pensando en ella a ratos a lo largo del día.
Ella volvió a su taburete, recogió el periódico y esperó a que el día se animase. A lo largo del día, entre cliente y cliente volvió a pensar en el primero. Durante varios días, miró la puerta con la esperanza de volver a verlo. Con el pasó del tiempo siempre se preguntó si de haber sido en otra situación habría sido la vencida.


Solo fueron cinco minutos.(CARA B)
Vagaba por la ciudad que despertaba tras la noche de difuntos. Miraba escaparates de tiendas incendiadas en las que buscaba algún resto aprovechable que llevarse. Hacía tiempo mientras terminaban de repararle el coche.
Ella, succionaba un cigarro con avaricia mientras reponía bollos, y otras pastas, en la estantería y mostradores, preparando un nuevo día de abúlico trabajo. Un puto día, como otro de tantos.
Él, paseaba por una calle estrecha, una de esas en las que si tienes michelines debes de untártelos con mantequilla para poder pasar por ella. El olor a pan, a pastas recién hechas, y a tabaco americano que en época de escasez se cotizaba como perfume francés, dirigieron su olfato y con él sus pasos hasta una panadería que acababa de abrir sus puertas.
Por un segundo, su gran nariz acebollada se llenó del aroma de cruasanes y de viejos recuerdos que despertaron en su mente. Rodolfo, aquel chapero de 30 cm que rescató del Raval, volvió a su mente, y con esto, el recuerdo de la amargura de haberse visto abandonado por un pintor francés que adoraba los cruasanes con mostaza de Dijon. De pronto, sintió ganas de llorar. Entró en aquella pequeña panadería que parecía estar vacía, y arrancó a llorar sobre el mostrador mientras estrujaba magdalenas. Pero el leve movimiento de la cabeza de una mujer que asomaba por encima del mostrador le advirtió de que no estaba solo.
Ella, giró la cabeza para mirar al primero de una larga lista de clientes, siempre conocidos a excepción de éste. Se levantó perezosa de su taburete en el que había estado leyendo una revista pornográfica de importación de enorme éxito entre las mujeres casadas de la ciudad; Mandingo’s. En un primer momento aquel hombre era uno de tantos. Pero sólo unos segundos bastaron para reconocer que era el pocamierda que lucía con esmero a Rodolfo de su brazo, Rambla arriba-Rambla abajo, durante sus paseos dominicales.
-Hola, buenos días. ¿Tiene cruasanes? -preguntó él intentando disimular las destrozadas magdalenas cubriéndolas con su chaqueta de lana azul marino.
- ¡Pues claro! Aquí delante los tiene. ¿Es usted bobo? ¿Cuantos quiere?
Él miró los cruasanes y luego la miró a ella, apreciando que la panadera tenía cara de cruasán. Ella le miraba a los ojos con el pitillo entre los labios y perdida en la impaciencia.
-Dos, por favor.
-¿Alguno en especial?
-Si aquellos dos con los cuernecillos torraditos de la derecha.
-“Los cuernecillos torraditos”- repitió ella en voz baja en torno de burla
Ella, diligentemente cogió las pinzas, aspiró los mocos, y con el pitillo entre los labios tomó dos cruasanes, que al vuelo le cayeron sobre la comida de su gato persa. Entre maldiciones, soltó las pinzas y recogiéndolos del suelo a zarpazos, los puso sobre un papel en el mármol del mostrador. A él le gusto la manera en que ella cogía los cruasanes, con la delicadeza con la que esquivó las fauces de su gato, y el esmero con el que puso uno sobre otro, separados por un trocito de papel higiénico.
Sus miradas se volvieron a cruzar, él esbozó una sonrisa cortés y ella sin saber porqué le pareció que aquel hombre era un cretino más, abandonado por un chapero marroquí de quien se había colado hasta el tuétano. No había nada que lo exceptuase de los demás. ¿Su voz? ¿Su mirada? ¿Su sonrisa? No lo sabía pero a ella le pareció un imbécil en toda regla. Miró sus manos, no había anillo alguno, pero si un puñado de pulseras de colores del arco iris que desde la muñeca se elevaban hasta el codo.
-¿Cuanto le debo? -le preguntó cuando ella terminó de envolver los cruasanes. Ya tenía la cartera en la mano y ella ni siquiera percibió ese movimiento. Debía ser, pensó, por lo muy acostumbrado que debía de estar a hurtar carteras en el metro.
-Veinte euros- tal vez no costaran ni uno solo, pero tenía como tradición estafar sin miramientos al primer cliente de la mañana para comprarse pipas con el botín.
Sacó un billete de veinte euros y lo mantuvo en el aire a la espera a que ella la recogiese.
A ella, eso le gustó, no era como el resto de clientes que masticaban los billetes y una vez convertidos en un amasijo de papel y babas lo escupía para que ella lo cogiera al vuelo. Puso su mano bajo la de él, y él deposito suavemente la moneada en la palma de aquellas manos de campesina.
Se volvieron a cruzar las miradas, él esbozó una sonrisa. Ella escupió el filtro del cigarro sobre un bizcocho relleno de peras. Sin saber aun porqué, a ella le pareció diferente aquel hombre, tan imbécil que en un concurso de imbéciles se llevaría los tres primeros premios él solo. Cruzó por su pensamiento la idea de si él no podría tocarle el culo, a ver si sentía cosas diferentes que le hicieran olvidar a Rodolfo. De si de haberse cruzado en una situación más propicia no habría sido el deseo tantas veces anhelado. Cogió una moneda de diez céntimos y otra de veinte y se las entregó tal y como él le había entregado el billete.
- ¡Toma reina! - le dijo ella con desprecio- que te pilles el metro y te pires.
Por un momento deseó sentir el tacto de su piel y mientras ella le depositaba las monedas sobre la palma de la mano, sus dedos lo rozaron fugazmente, tan fugaz, que la descarga electrostática fue brutal. Ella, cayó despatarrada en el suelo ofreciendo ante él una visión jamás anhelada, y tuvo por seguro que no habría nada en el mundo que le hiciera olvidar a Rodolfo.
Sus miradas se volvieron a cruzar. A ella le pareció que no llegaría nunca el momento de que aquel sorbe-mocos se largara por donde había entrado.
-Gracias -dijo él.
-¡Te pires ya o llamo a la pasma! -le respondió.
-Que tenga un buen día.
-¡…a cagar a la vía, hombre!
El recogió los cruasanes al tiempo que ella empezaba a sacarse una chiruca para tirársela, pero él ya se giraba sobre sus pies para ponerlos en polvorosa. Cuando estaba a punto de salir, escuchó.
-¡Y no vuelva nunca más por aquí! -dijo ella en un ultimo intento de averiguar si volvería a verlo.
El giró la cabeza y la parte superior del cuerpo. La vio allí, detrás del mostrador, con las manos sobre las caderas
-Sólo estoy de paso.
-¡Pues mira qué bien! ¡Te pires! – vociferaba la panadera al tiempo que una ligera nube de harina se esparcía por el ambiente.
-Que tenga un buen día -repitió con semblante amable.
-¡A la mierda!
Él salió de la panadería. El sonido de la llegada de un sms salió de su móvil, lo miró y vio que era la panadera: “¡Imbécil!” –le decía.
Su coche ya estaba reparado. Fue calle abajo, y durante unos minutos pensó en la mujer con la que había hablado, en su semblante de rinoceronte, en su mirada esquizoide, y sin saber porque siguió pensando en ella a ratos a lo largo del día, solamente interrumpidos por sendas arcadas al recordar su fétido aliento a pene.
Ella volvió a su taburete, recogió su “Mandingo’s” y esperó a que el día se animase. A lo largo del día, entre cliente y cliente volvió a pensar en el primero. Durante varios días, miró la puerta con el temor a que apareciera. Con el pasó del tiempo, acudió a un terapeuta para que la ayudara a olvidarlo. Semanas más tarde, la panadera se ahorcó con sus medias, y él se llama ahora Mari Puri.

1 comentario:

  1. y te podría decir tantas cosas... cómo por ejemplo que me has dejado temblando por dentro y que me gustaría tanto ser una madalena para que me llenaran de lágrimas que... esperaré un poco más y volveré a leerte y que te qgradezco tanto que hayas cocinado estas palabras para mí o para quien sea que .... me voy a guardar una porción de ellas en mi fiambrera y mañana me iré al campo con ella... Gracias
    TE QUIERO y ahora sé que TANTO.....

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