viernes, 20 de agosto de 2010

Hasta pronto...




Bueno, pues uno que se va. De vacaciones, claro. Empieza un nuevo ciclo de devaneos por aeropuertos. ¿Reconocen la ciudad? A quien lo adivine le doy diez duros.

Besos, no sean malos en mi ausencia, y hasta pronto.

viernes, 13 de agosto de 2010

Padres/Hijos


Hace poco más de un año y medio, les contaba sobre las sensaciones de padres y madres cuando ven partir a sus hijos de colonias

Mi “retoño” está a punto de cumplir la maravillosa edad de 22 años, esto es decir que ya no es una niña que se va de colonias, es una mujer hecha y derecha que toma ya sus decisiones y saca billetes de avión cuando le place.

El hecho es que ayer mismo mi hija se fue de vacaciones a Sicilia con su novio. Como estoy de vacaciones, les acompañé al aeropuerto. Cuando me despedí de ellos y me metí de nuevo en el coche, sentí en mi garganta la misma desazón que cuando era una niña y se iba de colonias. Es más, entendí que durante todo el proceso anterior a su adiós, me había comportado como cuando ella tenía seis años; me preocupó que llegaran puntuales al aeropuerto, les pregunté diez veces si lo llevaban todo, me ocupé de “supervisar” toda la documentación que requerirían (por cierto; menos mal que lo hice), si habían activado la VISA, si su equipaje pesaba menos de diez kilos… y otras tantas cuestiones que ellos soportaron con elegancia y estoicismo. Tras esto, me puse a sufrir como un campeón hasta que pasada la media noche recibí un sms. que decía: “hemos llegado”.

Pero curiosamente, fueron ellos quienes marcaron una diferencia. Eran las 14:00 horas del jueves. Yo aun no había comido, así que al despedirse, mi hija me dijo: “Y ahora vete a comer”.

Esa frase fue clave para entender que mi hija ya no tenía seis años. Bueno, yo ya lo sabía, quiero decir que entendí que ya era el momento para que me relajara y confiara en sus actos. Quiero decir que, como a todos los hijos-as nos pasa, llega un momento en la vida en la que sentimos que de los padres y de las madres también hay que ocuparse. Que también necesitan de nuestra protección, vaya. Es cuando los hijos nos persiguen para que estemos bien, cuando nos preguntan si hemos comido o si nos acostamos muy tarde, cuando nos dicen que tenemos que aprovechar para ir al gimnasio…

Puede que en mi caso no me haya pasado tanto; mi madre es bastante autosuficiente (o quizá es que aun la siento como a una “súperwoman”), y mi padre sólo se necesita a sí mismo… bueno, y a un ejercito de esclavos. Pero lo que sí me parece cierto es que llega un momento en el que el juego de protecciones llega a ser mutuo entre padres e hijos.

Supongo que todo esto debe de tener algo de adaptativo. Como hijos, necesitamos ir marcando un orden que asiente un futuro en el que en lugar de protegernos, tendrán que obedecernos. Como padres, aflojamos y atendemos sus preocupaciones porque sabemos que sólo escuchándoles se mantendrán a nuestro lado. Es ese aspecto circular de la vida que tanto nos cuentan en la que los padres y las madres acabamos yendo en dirección a un estado que tampoco se diferencia tanto de la infancia.

Lo malo es que mañana, ese juego en equilibrio de protecciones que más o menos hoy me gratifica, llegue el momento en el que pierda toda su inocencia. Será cuando, ya muy longevo, me vuelva una plasta insoportable, que ya no pueda protegerme ni de mis propios pedos. Cuando veo a abuelos que se vuelven insoportables, yo siempre le digo a mi hija, aparentemente en broma, que si yo me vuelvo así algún día, no se lo piense ni medio minuto. Que no permita que le joda la vida, que me acople a un asilo (ahora les llamamos de otro modo pero viene a ser lo mismo), en la otra punta del mundo si puede ser. Ella se horroriza un poco cuando se lo digo. También me dice que llegada la hora no lo veré con la misma claridad que ahora. Aun así, yo se lo digo.